Petricor

 
Petricor, me parece, es una palabra a la que se le hace muy poca justicia.
Es un aroma, dicen. Yo en cambio digo que es una esencia.
Que así como la palabra remite al aroma, el aroma remite a la memoria y la memoria a ese momento en el que al fin podías salir de casa porque, oiga usted, vaya forma de desperdiciar las vacaciones...
El último viernes, recuerdo, siempre era jubiloso. Si algún hombre ha sido libre alguna vez es en ese momento, cuando bien o mal ya ha recibido su boleta y bien o mal su madre consiente que no hay remedio, ya mejorará el año que entra, por éste vaya y pase pero prometa esmerarse más y fuera de mi vista, bribón, a jugar y a revolcarse en la tierra, pero lo quiero de vuelta antes de la cena, demonio.
Y el primer lunes, recuerdo, era doblemente jubiloso. Porque si algún hombre ha paladeado la libertad es cuando acaba a las prisas su desayuno para marcharse de casa cantimplora y mochila y camaradas pero eso sí, la tristeza de no haberse despedido de su madre porque, pobrecita, esperará su regreso y lo más probable es que se embarque con los piratas o huya con el circo o los monstruos lo hagan su rey.
Y así el verano, que era el futuro todo. La espalda en el césped y las nubes aborregadas cargadas de tal vez nos invadan los gringos y tengamos que ir a la guerra hasta los niños o encontremos un tesoro y nos hagamos ricos o se escape un asesino de la cárcel y nosotros lo atrapemos y seamos los héroes y no tengamos que estudiar nunca más y oye, por cierto, ya me voy porque mi mamá prometió que iba a hacer tortillas de harina y ya ves que le quedan bien ricas.
Petricor. Palabra tan mal valorada.
Porque siempre había una primera lluvia. Y siempre te sorprendía con el rifle a cuestas y el balón bajo el brazo. Mirando por la ventana como un enfermo terminal. Nadie tiene peor suerte que yo, maldita sea. Pero escampaba. Y salías al parque a que ese aroma se incrustara en tus ropas, en tu piel, en tu tarde, tu noche, tu infancia. Y se quedara ahí para siempre.
Y se volviera una esencia. Una esencia de tardes grises con la tele prendida y el balón desguanzado y el rifle abandonado, una premonición de que algún día crecerías y la adultez sería un poco como la lluvia rugiendo y la noche cayendo y tú encerrado a la fuerza y nadie tiene peor suerte que yo, maldita sea, qué cortas son las cochinas vacaciones.
El aroma de la lluvia sobre la tierra seca, sí. Pero, también, salir corriendo de casa cuando ya ha escampado, las cornizas goteando y tú diciendo al diablo la lluvia, el granizo, la ventisca; el verano es mío y el parque y la hierba y el lodo y el futuro entero, del color que sea.
Petricor. Porque hoy es el primer lunes. Y yo mañana salgo a ver a mis viejos (Mi mamá prometió hacer tortillas de harina y ya ven ustedes que le quedan bien ricas).
Petricor como un mantra, compañeros. Porque los que nos impregnamos en la niñez de la esencia de esas ocho letras, sabemos que si un hombre ha sido libre alguna vez en la vida es cuando aprende a decir, fusil al hombro y balón en mano y el verano en la mirada:
Seguro llueve… sí, pero ya escampará.